(Artículo publicado el 8 de marzo de 2016, Día Internacional de la Mujer, en La Opinión de Murcia) |
Cuánto me habría
gustado escribir otro artículo distinto a éste. Uno que hablara de las cosas
buenas de la vida, que las hay, de la juventud que pletórica de risas se abre
camino con esfuerzo e ilusión, de los hombres y mujeres que se empeñan cada día
en sacar adelante a sus familias y lo consiguen, de aquellos que luchan contra
la enfermedad sin perder la sonrisa, de esos otros que disfrutan intensamente
de la victoria de su equipo del alma, de quienes saborean un vaso de vino como
si fuera lo último que vayan a hacer en sus vidas, de los que agradecen ese
rayo de sol que les calienta e ilumina el camino, de cuantos ríen y cantan, de
cuantos enjugan las lágrimas de los que sufren, de los que confían y esperan. Y sin embargo, he de
escribir de otra cosa, de la que pocos escriben.
Hace unos días,
cuatro Misioneras de la Caridad, congregación fundada por la Madre Teresa de
Calcuta, fueron asesinadas en Yemen a manos de extremistas musulmanes. Las
hermanas Anselm, Reginette, Margarita y Judith
atendían un albergue de ancianos, de los más desvalidos, de aquellos en los que
nadie se fija, sino los ojos de la caridad. Con ellas fueran asesinadas otras
doce personas, varios de ellos ancianos. La cuatro monjas fueron ejecutadas a
sangre fría porque, decían los ejecutores, eran culpables de hacer proselitismo
cristiano, crimen que no se perdona en una sociedad islamista radical como la
yemení que ha declarado la yihad a Occidente y muy especialmente al
cristianismo. Quisiera pensar que el silencio de los medios de comunicación occidentales
se debe a que únicamente recogen en sus páginas, en sus noticiarios, noticias
felices pero no es así. Cada día, los medios nos obsequian con una galería de
horrores diferente: muertos en las carreteras, mujeres asesinadas por sus
parejas, niños cuyos derechos más elementales han sido violados, casos de
corrupción política, catástrofes de todo tipo y un sinfín de maldades más que
acontecen en cualquier lugar del mundo. Aún recuerdo el incendio de las redes
sociales y la conmoción mundial producidos por el asesinato de varios
periodistas de la revista francesa Charlie
Hebdo; o los ríos de tinta vertidos cuando José Couso, corresponsal de guerra en Bagdad, fue alcanzado por un
obús americano en el hotel Palestina. Con los primeros, medio mundo suscribió
aquella declaración de “Je suis Charlie
Hebdo”, en una demostración de solidaridad sin precedentes.
Sin embargo, los
asesinatos de estas cuatro monjas apenas han merecido unas pocas líneas en
alguna recóndita sección de sucesos. Ninguna muestra de solidaridad ha inundado
las redes sociales, ninguna declaración de los líderes políticos ha restado
minuto alguno de su valioso tiempo dedicado a los asuntos públicos. Solo el Papa Francisco ha recordado a estas
humildes mujeres que han dado su vida en nombre de Jesús por los más
necesitados, y, para vergüenza de muchos, las ha llamado “mártires de la
indiferencia” ¿Dónde están esas voces que antes clamaban y que ahora callan?
Alguien dirá que entonces lo hicieron porque con los atentados de la revista
francesa se atacaba también la libertad de expresión. Y hoy, con la salvaje
ejecución de las misioneras de la Caridad, ¿contra qué se atenta además de
contra la vida? ¿Es menos valiosa la caridad, la entrega abnegada a los demás,
que la libertad de expresión? ¿Importa menos la libertad de credo, es decir la
libertad en sí misma? ¿Cuenta menos para el mundo mediático la generosidad sin
límites de estas mujeres? Hoy es 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer,
¿acaso estas víctimas son menos mujeres que las que lamentablemente son
asesinadas por sus parejas?
¿Por qué callan? ¿Por
qué callamos?
Cada día, en
alguna parte del mundo, los cristianos son asesinados por el solo hecho de
serlo. Hombres, mujeres y niños. Y muy pocas veces esas muertes merecen, no ya
una condena expresa, sino un simple recordatorio en nuestros muy sensibilizados
medios de comunicación social. Tal vez, si en vez de haber ocurrido estos
hechos en Aden, en el remoto Yemen del Sur, hubieran sucedido en un albergue de
ancianos de algún lugar de Europa o de Estados Unidos, la noticia habría
ocupado un lugar de honor en las portadas de los periódicos. Pero han tenido la
desgracia de morir muy lejos, de no ser europeas, de ser, además, cristianas.
Hay un célebre
poema del pastor luterano Martin Niemöller
referido a la indiferencia del pueblo alemán ante la barbarie nazi, del que
existen varias versiones. Otros atribuyen el poema a Bertold Brecht, que lo habría escrito diez años antes, en 1936, en
un momento mucho más comprometido. Da igual una versión que otra. Aquí les dejo
una de las más conocidas:
“Primero vinieron a buscar a los comunistas,
pero guardé silencio porque yo no era comunista.
Entonces vinieron a por los judíos, pero
guardé silencio porque yo no era judío.
Luego fueron a por los sindicalistas, pero
guardé silencio porque yo no era sindicalista.
Más tarde vinieron a por los católicos, pero
guardé silencio porque yo no era católico.
Luego vinieron a por mí, pero ya no quedaba
nadie para protestar.”
Hoy, cuando matan
a los cristianos por el simple hecho de serlo en muchos lugares del mundo,
¿dónde estamos todos los demás?
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