España es un país de extremos. Somos capaces de pasar de la adoración al
odio y nuevamente a la adoración, del mismo modo que la imagen de la Dolorosa,
de la Macarena o de la Blanca Paloma nos enciende el espíritu pío, el mismo que
luego se apaga y enfría durante meses hasta el punto de negar, no tres, sino
cien veces al Sin Pecado. Tal vez sea cosa de este sol de justicia que durante
siglos nos ha recalentado las cabezas y los ánimos, que espesa y alcoholiza los
vinos, que intensifica los sabores de la fruta y los colores de la vida, que
hace del rojo de la sangre y del amarillo del albero calcinado nuestra bandera
e, incluso, la bandera de aquellas tierras de España donde las corridas de
toros han sido prohibidas.
En España estamos siempre
a punto de pasarnos al otro bando, sea éste cual sea, en casi todo lo que
hacemos o lo que somos, excepto en el fútbol. En el fútbol, uno es del Real
Madrid o del Barcelona para toda la vida como ocurre con los viejos matrimonios
y con los pingüinos y, si no se es de ninguno, se está contra los dos, sea como
colchonero, como león de San Mamés o como periquito. Pero incluso, el ser de un
mismo equipo hasta la muerte no significa serle fiel también hasta la muerte.
En el fútbol, la pasión nacional, nos debatimos entre el amor y el odio al
equipo de nuestras entretelas. Amamos intensamente a nuestro equipo con la
victoria, lloramos de alegría con sus éxitos y enmarcamos en plata y oro el
carnet de socios, Y, al minuto siguiente, cuando llega la derrota lo odiamos
hasta la médula, lloramos desconsoladamente por su fracaso y rompemos en cuatro
trozos el carnet de socio. En cuatro sólo, pues la experiencia nos dice que así
resultará más fácil volverlo a pegar.
Algo así está apunto de
pasar con la Corona y con Europa, aunque de distinta manera y por distinto
motivo. No digo yo que fuéramos monárquicos, que no lo hemos sido nunca, pero
sí que fuimos durante décadas “juancarlistas” convencidos. Hemos reído al
monarca todas sus gracias, que han sido muchas, y le hemos disculpado sus
devaneos, jolgorios y cacerías de uno y otro tipo entre sonrisas de complicidad.
Pero ya no. Desde Botswana, las gracias nos hacen menos gracia y, la Familia
Real, casi ninguna. Ni siquiera Doña
Leticia, que hizo que la plebe española emparentara con la Primera Familia,
resiste hoy la comparación en aprecio popular con Máxima Zorreguieta, la hoy flamante Reina de Holanda, que hizo lo
propio entre los gauchos y la realeza holandesa. Ya no enorgullece al paisanaje
que el Bribón gane la Copa del Rey de Vela, ni que Don Juan Carlos sea el terror de osos y elefantes, ni que la
Princesa de Asturias sea la reina de la elegancia, no desde que los españoles no
llegan a final de mes, mientras que a muchos ni siquiera les da para empezarlo.
Se dibuja la sombra de la república a la vuelta de la esquina.
Y luego está Europa. De ser los campeones del europeísmo
estamos próximos a convertirnos en los líderes del euroescepticismo, siempre en
uno de los extremos, recuerden. Durante años, la pertenencia a Europa nos deslumbró
de tal manera que hubo incluso quien llegó a hablar de “conjunción planetaria” ante
la coincidencia de la presidencia española de turno de la Unión Europea con la
presidencia norteamericana de Barak
Obama. Tanto nos fascinó la idea de
ser europeos que, sin apenas darnos cuenta, regalamos a Europa la prenda más
preciada que poseíamos como nación: nuestra soberanía, y con ella perdimos la
virginidad. Lo que no lograron jamás los legionarios romanos, los altivos
guerreros árabes o los dragones franceses, lo han conseguido esos funcionarios
europeos tipo Olli Rehn, que parecen
ir siempre vestidos con pantalón corto y calzados con sandalias de samaritano y
calcetines. Tenemos la sospecha de que ya no somos dueños de nosotros mismos,
que nuestro país no nos pertenece, que ya no somos libres para tomar las
decisiones que, en el mejor de los casos, nos vienen dadas por Europa, y que nuestros
representantes sólo valen ya para acatarlas y hacerlas cumplir en España en una
especie de federalismo de ejecución muy a la alemana.
Créanme si les digo que cada vez son más los españoles
que ven en Europa y en el euro a los responsables últimos de la situación por
la que atraviesan, por encima incluso de los políticos y gobernantes locales. Y
cada vez son más los que se preguntan qué pasaría si nos fuéramos…
Y, luego, sonríen.
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