lunes, 30 de noviembre de 2015

Tagore

Tagore con sus discípulos.
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Artículo publicado el 1 de diciembre de 2015 en La Opinión de Murcia)



           He contado alguna vez cómo fue mi primera relación con los libros. Tras los tebeos de mi infancia, resolví un día asaltar la biblioteca de mi padre y, confiado en que estaría lleno de relatos de gladiadores, de gestas guerreras a golpe de pilum y espada corta, de amoríos entre patricios y patricias romanas, desempolvé a mis tiernos once años la Historia de Roma en dos tomos, de Theodor Mommsem. Ni más ni menos. Busqué en ellos las batallas y las escenas del circo, los relatos de esclavos que, por su valor en combate, alcanzarían las glorias del generalato de los ejércitos e, incluso, los laureles del imperio, los escarceos amorosos y las intrigas palaciegas. Y todo eso lo encontré, si bien no en el formato de película de romanos que era el que buscaba, sino en otro muy diferente. En aquel libro hallé la auténtica historia de Roma, de sus instituciones, del equilibrio de poderes, de la República y del Imperio. Descubrí las nociones de auctoritas, potestas e imperium, que luego reconocería en mis estudios de Derecho y que tan ignoradas son hoy por quienes nos gobiernan. Descubrí la prosa elegantemente académica de quien fue premio Nobel allá por 1902. Y me gustó. Me gustaron los libros de adulto de la biblioteca de mi padre y seguí buscando en ellos. Entonces fue cuando descubrí a Tagore.

            Rabindranah Tagore fue un poeta bengalí que obtuvo también el premio Nobel de Literatura en 1913. Poeta, artista, novelista, dramaturgo y músico, Tagore nació en el seno de una familia culta y acomodada y recibió parte de su educación en Inglaterra. Viajó por todo el mundo y se relacionó con muchos intelectuales de su tiempo, entre otros con Albert Einstein, Thomas Mann, George Bernard Shaw, H.G. Wells o Victoria Ocampo. Gran parte de su obra fue traducida al español por Zenobia Camprubí y por Juan Ramón Jiménez, esposo de la anterior, que aportó a la traducción lo que él mismo denominó “un colchón lírico”.

         Todos hemos leído a Tagore, si no algún texto completo, sí muchas de sus frases, que pueblan el universo literario. Leer a Tagore constituyó para mí una experiencia tan conmovedora, tan íntima, que, aún hoy, permanezco atado a aquel viejo libro de mi padre. Sin duda, fue Pájaros Perdidos, su libro de aforismos, el que me enamoró de Tagore. Nunca he dejado de leerlo, de consolarme con la belleza de sus pensamientos en los momentos difíciles y de deleitarme con ellos en las ocasiones en que la vida me sonríe. Pero también con Gitánjali, con El Jardinero, con La Luna Nueva o con La Fujitiva (escrita así, con jota, por el propio Juan Ramón Jiménez, que gustaba de escribir de esa forma las ges guturales).

           Y como con todos los libros que quiero, porque me niego a que la belleza permanezca oculta, Pájaros Perdidos lo he regalado en ocasiones muy singulares con la recomendación de una lectura reposada. Pero ahora añado algo que antes no dije. Tagore no es realmente para leerlo, Tagore es para respirarlo, para saborear cada palabra, para retener en el pensamiento la imagen simple que, desprovista de formas, se revela en cada aforismo, en cada párrafo de su prosa, en cada verso: un nido de pájaros, una brizna de hierba, el soplo del viento, una nube, la luz de una vela. Tagore es para que envejezca contigo, como lo hizo conmigo, para que te acompañe en silencio, para que susurre a tu oído palabras dulces, para que te haga soñar. Tagore dormirá a tu lado, penetrará en tus sueños y te llevará más allá, mucho más allá del momento.

Tagore es la belleza de la palabra, pues nadie como él ha escrito con tanta belleza de las cosas más simples de la vida. Y, como ejemplo, les dejo dos o tres aforismos de Pájaros Perdidos:

Apaga, si quieres, tu lámpara; yo conoceré tu oscuridad, y la amaré.

El silencio lleva en sí tu voz, como el nido la música de sus pájaros dormidos.

¡Cómo aletea alrededor del otoño la música del verano que se fue, buscando su nido viejo!

Pájaros perdidos de verano vienen a mi ventana, cantan, y se van volando.
Y hojas amarillas de otoño, que no saben cantar, aletean y caen en ella, en un suspiro.

-Mar, ¿qué está hablando?
-Una pregunta eterna.
-Tú, cielo, ¿qué respondes?
-El eterno silencio.
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lunes, 23 de noviembre de 2015

La frontera en silencio

(Artículo publicado el 24 de noviembre de 2015 en La Opinión de Murcia)


Escribía hace unos días al hilo de los atentados de París que, frente a las ofensas criminales del yihadismo, el hombre, considerado en su dimensión individual, tiene la posibilidad y, aún, el deber de perdonar, pero que la Humanidad carece de ese derecho. No podemos ofrecer la otra mejilla de nuestro hermano, sino la nuestra propia. Pocos días después conocí a un franciscano, Fr. Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger, con quien tuve una larga y amable conversación y a quien, esa tarde, en el acto inaugural de la Comisión Diocesana de Justicia y Paz a la que pertenezco, escuché una conferencia sobre las Fronteras y la Fe que, les confieso, me conmocionó profundamente. Sobre el perdón me dijo que, además del personal, el que uno puede ofrecer a quien le ofende, existe otro tipo de perdón: el que Jesús crucificado pidió a su Padre para aquellos que lo mataban, para aquellos que no le habían pedido perdón, para aquellos que no lo oían. Jesús no perdonó, no podía, no se lo habrían aceptado, sino que pidió a Aquél que todo lo puede que perdonara: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Monseñor Agrelo nos hizo pensar. Su conferencia sobre las fronteras nos reveló la realidad que se oculta detrás de ellas: “Las fronteras que nos protegen, matan”. Eso que nosotros vemos como un elemento de protección de nuestro suelo soberano, de nuestro modo de vida, de nuestros privilegios y comodidades, es una barrera que mata, que humilla y que hiere a quienes vienen huyendo de la guerra, del hambre y de la pobreza. Los llamamos impersonalmente “ilegales” o “irregulares” para desproveerlos de su condición de hombres, mujeres y niños, de su dignidad humana. Decimos que nos traen enfermedades que ya no tenemos, que entre ellos hay delincuentes y terroristas, que desestabilizan el mercado de trabajo, que perjudican nuestro delicado equilibrio económico, que asaltan nuestro suelo, cuando solo vienen en busca de un trozo de pan. “Yo he bautizado a niños que hoy descansan de su sufrimiento en el fondo del Estrecho de Gibraltar”, dijo en medio del silencio.

En su libro “Emigrante: el color de la esperanza” escribe lo siguiente:

“Hablamos de emigrantes, de hombres mujeres y niños erradicados de su tierra, echados de sus hogares, apartados de su cultura, desplazados de su mundo, señalados como una amenaza. Participios y más participios de exclusión, verbos de sufrimiento para los excluidos y de crueldad para quienes los excluyen: participios pasivos de verbos cuyo sujeto agente no es Dios, sino los endiosados (…) Quienes inventamos alambradas con cuchillas para cárceles y campos de concentración hemos trasladado esas alambradas a nuestras fronteras. Las queremos impermeables para los problemas, para las enfermedades, para el miedo y pretendemos que lo sean para los pobres, para los emigrantes. Las queremos cerradas alrededor de nuestros privilegios, y las dotamos de vallas, de fosos, de detectores de movimiento, de calor, de vida, para que no nos inquiete el clamor de los que viven con casi nada.”

Acerca de las fronteras, el escritor triestino y, por ello, fronterizo, Claudio Magris escribía en Utopía y Desencanto: “Las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo.”

Monseñor Agrelo vive cada día entre ellos, sufre con ellos y espera con ellos. Ve la frontera desde el otro lado, ése que nosotros nunca vemos, y alza su voz de denuncia, clara y rotunda, en medio del silencio: “Europa paga a Marruecos para que Marruecos funcione como frontera exterior del continente rico, le paga para que le haga trabajo de policía de frontera. Y Marruecos tiene que justificar eficacia en la tarea que le han encomendado. La práctica es: redada, aislamiento, deportación. Europa conoce la práctica y finge que no ve. Sabe que se violan derechos fundamentales, y paga. Supongo que no paga para que se violen derechos fundamentales, pero paga sabiendo que se violan. Con lo cual, a la frialdad inicua de las leyes de extranjería y de las barreras fronterizas, Europa añade el sarcasmo de la hipocresía.” De ellos, de las víctimas que acuden a su iglesia en busca de consuelo, afirma en otro pasaje de su libro que “hoy están detenidos. Aislados. Sin comida. Angustiados. Hombre, mujeres y niños, gente peligrosa que asalta el cielo con oraciones y pone en peligro los sueños de Europa. Mañana los habrán deportado. No volverán a sus casas. Serán entregados al desierto, chivos expiatorios de nuestra salud económica, animales que abandonamos porque nos molesta su presencia.”

Nos contó que, frente al sufrimiento de los desposeídos, no tiene soluciones sino únicamente un mandato: que nos amemos los unos a los otros. Y precisamente en ese mandato es donde anida la solución: “Ninguno de nosotros puede reducir a cero el número de pobres de la faz de la tierra, aunque todos tenemos la capacidad de hacerlo decrecer. Entonces lo importante empieza a ser, no el horizonte inalcanzable, no el sueño imposible y frustrante, sino el hermano que tienes a tu lado, a tu alcance, al alcance de tu tiempo, de tu pensamiento, de tus afectos, de tu libertad.”

Una última cita del libro de Monseñor Agrelo: “Ese mundo nuevo no pasa por los proyectos de los grandes de la tierra, sino por el corazón de los pequeños. El futuro es cuestión de amor y pobres. De la mano de los pobres, sólo así caminaremos hacia el mundo de Jesús de Nazaret.”

Exactamente lo que ha dicho Francisco.
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lunes, 16 de noviembre de 2015

Y, de pronto, el mundo se tiñó de azul, blanco y rojo

(Artículo publicado el 17 de noviembre de 2015 en el diario La Opinión de Murcia)

           Hace unos días tuvo lugar la puesta de largo del Club de Debate Universitario de la UCAM con la celebración de un intenso debate de exhibición en el que participaron ocho de los mejores oradores universitarios del mundo hispano hablante. El cuestión propuesta fue si se había de combatir el yihadismo mediante la intervención armada. Durante cincuenta minutos cuatro oradores defendieron la intervención armada, mientras que los otros cuatro argumentaron en contra de la misma, sea cual fuere la convicción personal que cada uno tenía ante la cuestión planteada. En este tipo de debates el orador debe fundamentar sólidamente sus argumentos y exponerlos de manera persuasiva durante un tiempo limitado, tratando a la vez de refutar los argumentos contrarios. Poco sospechábamos entonces que la cuestión planteada de manera teórica se convertiría pocos días después, merced a los atentados de París, en el eje central del debate político internacional.

            No es la primera vez que el terrorismo yihadista golpea con crueldad a Occidente. Antes de París, fueron Nueva York, Madrid y Londres las ciudades que sufrieron ataques terroristas de enorme magnitud. Tampoco Occidente es la única víctima del islamismo terrorista. En Siria, en Nigeria, en Líbano o en Turquía, y en muchos otros países, los cristianos y quienes no siendo cristianos se resisten a aceptar las reglas de vida extremas que propugnan los integristas islámicos son masacrados casi a diario. Hemos visto degollar en directo a periodistas occidentales, a ingenieros civiles secuestrados, a cooperantes internacionales y a sacerdotes cristianos que se encontraban en las zonas de conflicto para prestar ayuda a quienes lo necesitaran, todos ellos asesinados por la simple razón de no ser como sus asesinos. Hemos visto a cientos de personas quemadas vivas por el simple hecho de ser jóvenes estudiantes en una modesta universidad de centroáfrica. Hemos sabido de cientos de niñas que fueron raptadas para ser prostituidas y, luego, ya no hemos sabido nunca más de ellas, posiblemente abandonadas en mitad del Sahara para sufrir una muerte atroz. Hemos contemplado horrorizados los cuerpos rotos de sus víctimas en atentados cometidos en casi cualquier parte del mundo. Hemos visto una y otra vez la cara del horror, aquel horror ciego y obsesivo, irracional, que susurraba el coronel Kurtz en Apocalypse Now y, antes, en El Corazón De Las Tinieblas, de Joseph Conrad.

            Quiero recordar que la brillante actuación de los debatientes en favor y en contra de la intervención armada contra el yihadismo se saldó con un merecido empate, pues tan sólidos y convincentes fueron los argumentos empleados por unos y otros. Sin embargo, hace tiempo que no estamos frente a un debate racional y educado, ni siquiera ante un episodio de buenos y malos de esos que pueblan la historia, en el que los malos también tienen sus razones y su corazoncito. No hay buenos y malos, sino verdugos y víctimas. Creo sinceramente que, como cristiano, debo perdonar a quien me ofende, a quien me hiere y aún a quien me mata, pero ¿debo ofrecer mi mejilla a quien mata a mi hermano? Dicho de otra manera, yo como individuo debo ser capaz de perdonar, pero la Humanidad no tiene el derecho a hacerlo.

Lo ha dicho Francia y tiene razón: estamos en guerra, y no porque el razonable Occidente la haya declarado sino porque la sinrazón yihadista nos la ha declarado a nosotros.

No queda más camino que el de hacer la guerra contra quien nos la hace, pero si queremos ganarla hemos de saber a ciencia cierta qué es lo que vamos a defender. Para eso no estaría de más que , como ha dicho Angela Merkel, los europeos volviéramos la vista a Dios.

Y ahora, querido lector Malasombra, apedréeme si quiere.
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lunes, 2 de noviembre de 2015

Lo que da de sí una castaña


(Artículo publicado el 3 de noviembre de 2015 en La Opinión de Murcia) 

            El otoño es un tiempo nostálgico. Los colores chillones del verano han dejado paso a los los tonos grises y ocres de las hojas caídas, los días se han han hecho más cortos y las tardes más oscuras y frías, más recogidas. Quiero pensar que, tal vez por ello, dedicamos más tiempo a leer, a escribir, a pensar y a recordar. Pues bien, con el fin de ilustrar un discurso que había de pronunciar en un foro literario me encontraba yo la otra tarde repasando mi archivo en busca de los artículos que había escrito sobre el otoño y los libros. Entre ellos encontré un par dedicados a las castañas, esos frutos tan otoñales, y se me ocurrió reescribir para el artículo de hoy algunos párrafos que, sin duda, causarán un profundo enojo a mi lector malasombra. Escribía yo que cuando alguien habla de castañas nuestra inteligencia mira inmediatamente al otoño, pues el otoño es tiempo de castañas y las castañas son muy propias del otoño. En otras palabras, que se trata de un matrimonio estrechamente avenido, como esas parejas de ancianos que resisten con galanura el paso del tiempo y que, sorprendentemente, aún pasean de la mano ante la atónita mirada de algunos jóvenes descreídos y digitales, que piensan que el amor es únicamente hacerlo.

Es ahora, en este tiempo que es antesala del invierno, cuando las calles se llenan con el olor de las castañas asadas, cuando la castañera humilde instala su tenderete en cualquier esquina: un bidón reconvertido en brasero de carbón, una vieja sartén con el fondo agujereado, una rasera, un soplillo para avivar las brasas, una silla y una mesita recubierta por una vieja manta que guarda el calor de las castañas recién asadas. El cucurucho es, como siempre ha sido, de papel de periódico, el mismo papel de efectos aislantes con el que los pobres de solemnidad envuelven sus cuerpos ateridos por el frío. El cucurucho de castañas era y sigue siendo un sistema ingenioso de calefacción individual. Una peseta de castañas —¡qué viejo me estoy haciendo!—, distribuida en los bolsillos del abrigo, calentaba durante un buen rato las manos de los transeúntes, heladas por los primeros fríos del invierno que se avecinaba. Claro que esto ocurría cuando había invierno, cuando el invierno llegaba él solo, sin necesidad de que lo trajera El Corte Inglés; era aquel tiempo en que los más pequeños leían en los cuentos troquelados la historia de Mariuca la castañera, la bondadosa niña que repartía gratis entre los pobres de la calle las castañas que asaba cada atardecer y a la que unos angelitos de alas blancas como el algodón premiaron con una sartén de castañas inagotable. Aquéllos eran otros tiempos, sí, pero las castañas asadas siguen estando ahí, impertérritas ante el paso de los años.

Ciertamente, decía, la humilde castaña está algo más presente en nuestras vidas de lo que pudiera parecer. Cuando alguien quiere expresar sorpresa, aún a riesgo de ser tachado de cursi, puede exclamar aquello de ¡Toma castaña!, de tal suerte que la humilde castaña se revela como algo sorprendente. En otras ocasiones, cuando decimos que tal película o cual libro es “una auténtica castaña”, lo que estamos afirmando rotundamente es que se trata de una película soporífera o de una plasta de libro. “Soltar una castaña” es lo mismo que atizar un tortazo que, no por ser castaña, resulta menos doloroso. Para expresar las diferencias que hay entre una cosa y otra decimos que “se parecen como un huevo a una castaña”. Los “tiempos de Maricastaña”, son aquellos a los que se suelen referir algunos de mis artículos, como éste mismo. Qué sería, por otra parte, de nuestro folclore mundialmente conocido si no interviniesen en él las castañuelas. Cuando hace frío, nos “castañean los dientes”, y castaños son los ojos de mi morena, que diría la copla. El despilfarro era antiguamente “gastárselo todo en higos y castañas”. “Pillar una castaña” es, como casi todos ustedes saben, coger una borrachera, si bien, cuando eso ocurre, todos deseamos que un amigo samaritano “nos saque las castañas del fuego” ante la enojada parienta. Hasta el famoso ficus de Santo Domingo resulta que no es un ficus, sino un castaño de indias que, pese a su nombre, tampoco es oriundo de las Indias sino que procede de Grecia. En este sentido, “castaña” también es sinónimo de lío embarullado.

¿Ven? La vida está salpicada de castañas. Incluso en  los buenos momentos de la vida, aquellos que celebramos brindando con champagne, nos llevamos a la boca un marron glacée, que no es otra cosa que una castaña escarchada. Y es que la castaña es un fruto muy democrático, pues lo mismo está en el puesto callejero, que asciende a los lugares más encumbrados y sublimes de la haute cuisine. Hasta en la guerra se ha utilizado la castaña como arma defensiva, pues la castaña de agua china, también llamado abrojo de agua, se asemeja a una esfera erizada de púas y por ello, antiguamente, los chinos esparcían gran cantidad de estas castañas por los campos de batalla con ánimo de frenar los ataques de la caballería.

A estas alturas, mi exasperado lector malasombra estará sin duda recriminándome que me haya dedicado a hablar de castañas en lugar de hacerlo sobre la candente actualidad política.


No se da cuenta de que eso es precisamente lo que he hecho.
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