lunes, 20 de abril de 2015

Lampedusa




Me siento a escribir sobre otro asunto pero una palabra, ya conocida, me vuelve a rondar la cabeza. A Lampedusa le está ocurriendo lo ya pasó con Auschwitz y con tantas otras paslabras que dejaron de ser lo que eran, en estos dos casos toponímicos, para ser otra cosa. Auschwitz no es ya el nombre germanizado de un pueblo polaco, ni siquiera la denominación topográfica del mayor campo de exterminio nazi. Auschwitz es el exterminio mismo, el horror. Han pasado varias generaciones desde aquello y, sin embargo, su sola mención sigue produciendo el intenso desasosiego que genera el mal absoluto. Hasta hace unos pocos meses, la palabra Lampedusa únicamente me sugería al autor de El Gatopardo, el siciliano Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa. Hoy, la sugerencia es otra.
Lampedusa es una pequeña isla italiana de apenas veinte kilómetros cuadrados situada al sur de Sicilia, a poco más de cien kilómetros de la costa de Túnez. Aunque políticamente es suelo europeo, lo cierto es que geológicamente la isla forma parte de la plataforma continental de África. Lampedusa representa la puerta de entrada a un mundo mejor para muchas personas, hombres, mujeres y niños, que huyen de la pobreza y del hambre, de la guerra, las persecuciones y el exterminio. Lampedusa es su última esperanza. Sin embargo, el viaje a Lampedusa se ha convertido para mucho de ellos en el viaje a ninguna parte. Engañados y explotados por las mafias de la inmigración ilegal, hacinados en embarcaciones que se deshacen a las pocas millas de navegación, sin agua ni comida, sin medida alguna de seguridad, higiene o atención médica, en las condiciones más penosas, se hacen a la mar con la mirada puesta en Lampedusa, en el Edén al que nunca llegarán.
La idea de la trasmutación conceptual de Lampedusa no es nueva. Hace unos meses, mi buen amigo Miguel López Bachero escribía que “Lampedusa se ha convertido ya en  una metáfora, en un símbolo de nuestra conciencia moral y de nuestra escala de valores como europeos”. Un tiempo antes, hace casi dos años, yo mismo escribí un artículo titulado precisamente El báculo de Lampedusa acerca del viaje que hizo a la isla el recién elegido Papa Francisco, el primero de su papado. Sé que la autocita es casi siempre imperdonable, pero en esta ocasión no es tanto una reiteración de mis palabras cuanto un recordatorio de las que entonces pronunció Francisco ante la tragedia que, hoy, se ha vuelto a repetir. Permítanme.
En Lampedusa, ante los sin papeles africanos, sobrevivientes de las pateras que se refugian en los centros de acogida de la isla, Francisco ha clamado contra la globalización de la indiferencia frente a los que sufren, de la que dice que nos ha quitado la capacidad de llorar: «¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por estas personas que estaban en la barca? ¿Por las jóvenes mamás que llevaban a sus niños? ¿Por estos hombres que deseaban algo para sostener a sus propias familias? »
Con su lenguaje sencillo, el Papa nos habla de «la cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bellas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisorio, que lleva a la indiferencia hacia los demás, es más lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos habituado al sufrimiento del otro, no nos concierne, no nos interesa, no es un asunto nuestro!».
Y es que Lampedusa no solo nos sugiere la tragedia de la inmigración, sino que vuelve a encarnar la fría indiferencia del mundo, de nuestro mundo, ante la tragedia. Claudio Magris sentenciaba en su editorial del Corriere Della Sera, Dove cessa l’umanità (Donde cesa la humanidad), que “Queste infami tragedie sono la prova di un’alta triste realtà: l’inesistenza dell’Europa” (Esta infame tragedia es la prueba de otra realidad: la inexistencia de Europa). En efecto, Europa no existe. 
Hoy, como entonces, deberíamos hacernos la pregunta que Francisco se hacía: “¿Quién ha llorado hoy en el mundo? “.
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martes, 14 de abril de 2015

Misericordia

(María Fernanda D'Ocón y José Bódalo en los papeles de Benina y "Almudena". 1972)


      Misericordia es el título de una novela de Benito Pérez Galdós, cuya versión teatralizada fue estrenada en 1972. Posteriormente fue llevada a la televisión en aquella excepcional serie de TVE titulada “Estudio 1”, que los más viejos del lugar recordarán con añoranza. La novela, cuyos hechos transcurren en el entorno del Hospital de la Misericordia del Madrid galdosiano de finales del XIX, hace referencia al atributo divino de la misericordia que encarnan los dos principales personajes, la criada Benina y el mendigo ciego de origen judío apodado “Almudena”, interpretados magistralmente por Maria Fernanda D’Ocón y un inolvidable José Bódalo. En el prólogo a la edición de 1913, el propio Galdós revelaba cuál había sido el planteamiento de su novela:

“En Misericordia me propuse descender a las capas ínfimas de la sociedad matritense, describiendo y presentando los tipos más humildes, la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria, dolorosa casi siempre, en algunos casos picaresca o criminal... Para esto hube de emplear largos meses en observaciones y estudios directos del natural, visitando las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del sur de Madrid. Acompañado de policías escudriñé las "casas de dormir" de las calles de Mediodía Grande y del Bastero, y para penetrar en las repugnantes viviendas donde celebran sus ritos nauseabundos los más rebajados prosélitos de Baco y Venus, tuve que disfrazarme de médico de la Higiene municipal. No me bastaba esto para observar los espectáculos más tristes de la degradación humana, y solicitando la amistad de algunos administradores de las casas que aquí llamamos "de corredor", donde hacinadas viven las familias del proletariado ínfimo, pude ver de cerca la pobreza honrada y los más desolados episodios del dolor y la abnegación en las capitales populosas…”

De Misericordia apunta Francisco Gaudet que “el escritor va rescatando con cariño —casi página a página— una interminable lista de supervivientes: burgueses miserables como doña Paca y sus hijos (Obdulia y Antoñito) salvados de la indigencia más penosa por una herencia casi surreal, y frente a ellos, en un halo de gloria, miserables mendigos, ciegos que saben ver y criadas cercanas a la santidad”.

No tengo la menor duda de que Galdós entendía muy bien en qué consiste verdaderamente la misericordia de la que habla el Evangelio.

“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”. Con esta frase comienza la Carta Apostólica Misericordia Vultus en la que el Papa Francisco anuncia el Jubileo Extraordinario de la Misericordia que comenzará el 8 de diciembre de 2015 y se cerrará el 20 de noviembre de 2016. Un Año Santo durante el que permanecerán abiertas miles de puertas santas en todas las basílicas, catedrales y santuarios del mundo, comenzando por la Puerta Santa de la Catedral de Roma, San Juan de Letrán, como símbolo del compromiso de la Iglesia para vivir el Año Santo como un momento extraordinario de gracia y de renovación espiritual.

La misericordia es la virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los trabajos y miserias ajenas y, según afirma la teología, constituye el principal atributo divino. Recuerda la Carta Apostólica las palabras de Santo Tomás de Aquino: “Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia”. En Jesús, la justicia es siempre una justicia misericordiosa, como lo es el perdón. También recuerda Francisco las palabras de San Juan: “Dios es amor”, y señala que  “este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión”. “La misericordia es la viga maestra de la Iglesia”, afirma Francisco, para sentenciar, más adelante, que “la tentación de pretender siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que ella es el primer paso, necesario e indispensable.”

Tal vez sea esta aparente confrontación entre misericordia y justicia uno de los elementos más relevantes de la Carta Apostólica. Sin embargo, Francisco niega la contradicción:  “La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer”. “Si Dios se detuviera en la justicia”, afirma más adelante, “dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que éste no es el fin, sino el inicio de la conversión…”

En la obra de Galdós, Benina no era solamente justa. Era misericordiosa.
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(Artículo publicado el 14 de abril de 2015 en La Opinión de Murcia)

martes, 7 de abril de 2015

Las víctimas





Escribía ayer Matías Vallés en estas mismas páginas del diario La Opinión de Murcia un artículo titulado Matanzas no islamistas en el que afirmaba que “las víctimas no están para distinciones”. No es cierto. El bien jurídico lesionado en todas ellas es el mismo, la vida, pero los motivos, los medios y las circunstancias son diferentes en cada caso y, por ello, las víctimas también lo son. Son diferentes hasta el punto de que la situación de indefensión de la víctima transforma el simple homicidio en asesinato. Un homicidio provocado en una reyerta, esto es, en una pelea multitudinaria en donde la pasión y las navajas salen a relucir, es moral y jurídicamente distinto de la ejecución fría y premeditada en la que el uso de medios ante los que no existe posibilidad alguna de defensa, como el veneno o el armamento militar usado contra la población civil, la transforma en asesinato alevoso. Las circunstancias que concurren en un homicidio alteran la posición jurídica del agresor y de la víctima de modo que, en un homicidio producido en legítima defensa, dicha circunstancia exculpa al homicida y torna a la víctima en culpable. Es por ello que la violencia gratuita, es decir aquélla en la que no existe causa aparente o cuya causa la integramos demasiado fácilmente en eso que llamamos terrorismo, provoca en general una condena unánime. Las víctimas de una matanza indiscriminada son, por así decirlo, más víctimas. Luego están las matanzas sistemáticas.
La matanza ocurrida hace unos días en la universidad keniata de Garissa ha sido una matanza sistemática y, sin embargo, no ha sido una matanza étnica, ni de clases, ni tribal, ni indiscriminada. Tampoco ha sido únicamente una matanza terrorista. Ha sido una matanza selectiva de cristianos a manos de islamistas, una más de las muchas que se están sucediendo de continuo en los países islámicos, en un proceso calculado sólo comparable a las viejas persecuciones de los primeros cristianos o, más recientemente, al asesinato masivo y programado de judíos a manos del nazismo y al asesinato de millones de camboyanos ocurrido bajo el régimen de terror de los Jemeres Rojos. Hablo de crímenes contra la humanidad. Ante ello, Occidente se ha horrorizado, pero poco. Y es que se trata de negros africanos, de otra gente, que vive lejos de nosotros, y a cuyas muertes además nos han ido acostumbrando. A ello, no es ajeno que el eco mediático de estas matanzas sea siempre el de una noticia menor, apenas unos pocos renglones en la página dieciséis de los periódicos. No son franceses, ni rubios, ni los han matado por blasfemar contra Alá. Los están matando únicamente por ser cristianos, por no saber de memoria una sura del Corán. Por nada más.
Finalizadas las celebraciones de Semana Santa, tan hermosas y llenas sin duda de fervor, deberíamos preguntarnos si realmente somos cristianos como ellos, que están dando la vida por su fe. Y si la respuesta es que sí, que somos como ellos y ellos como nosotros, deberíamos hacer algo más que apenarnos y rezar, si es que lo hacemos. Los cristianos de Occidente apenas dedicamos a estas noticias unos segundos de horror, horror sincero seguramente, pero unos segundos tan sólo y luego pasamos a otra cosa. Mientras tanto, consentimos que nuestros gobiernos, a cambio de unos cuantos barriles de petróleo, chalaneen con países que alimentan el odio a los cristianos y el radicalismo islámico, o aceptamos impertérritos que unos cuantos cretinos se deslumbren con lo que ridículamente bautizaron como la "primavera árabe", que no era más que una sucesión de sangrientas revoluciones islámicas de corte radical. Miren el mapa del norte y centro de África, de Oriente Medio y de Asia. En muchos de esos países los cristianos son perseguidos y, en algunos de ellos, hasta la muerte y el exterminio.
¿Cuántas voces de las habituales se han alzado en solidaridad con los cristianos perseguidos y asesinados?
Una cosa más. Han sido asesinados estudiantes universitarios ¿Dónde están las universidades españolas, ésas que se solidarizan casi con todo, de las que no se ha escuchado un solo pronunciamiento? ¿Dónde están los universitarios españoles? ¿Dónde las manifestaciones y las muestras de apoyo a los universitarios de Kenia? ¿Es que la modesta universidad de Garissa, de poco más de ochocientos alumnos, no merece ni una palabra, ni una línea, ni un solo pronunciamiento por parte de las poderosas y democráticas universidades españolas? ¿Cerradas por vacaciones?
             Para nuestra vergüenza.

             (Artículo publicado en La Opinión de Murcia el 7 de abril de 2015)
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