martes, 27 de noviembre de 2012

Baixant de la Font del Gat


 
 
Al cor de Montjuic
On el jovent alegremente hi riu…
 
Lejos de terminar, la cosa no ha hecho más que empezar, que diría el poeta. Cataluña ha hablado y, como suele ocurrir cuando hablan todos al mismo tiempo, no se le entiende muy bien lo que ha dicho, y, como también suele ocurrir en unas elecciones, todos los contendientes han ganado algo.
 
Paisatge bonic, és el Parc de Montjuic
una fontana bella es veu al mig…
 
Aquí nadie pierde. Incluso el PSC, los chicos del capoll catalá que se han dejado en la gatera un puñado de escaños y han cedido a Esquerra la segunda posición en el Parlament de Catalunya, están contentísimos porque en la caída sólo se han roto la cabeza, una pierna y un brazo, quedándoles el resto perfectamente sano.
 
De bon matinet al surtir el sol
la Marieta amb el cantiret…
 
El PP de Cataluña, con “ñ” de España, está contentísimo también porque ha crecido su respaldo electoral en un escaño más, y con eso y un bizcocho hasta mañana a las ocho. En Ciutadans están locos de regocijo pues han multiplicado nada más y nada menos que por tres los escaños que tenían, es decir tres por tres, nueve, lo que ya metidos en harina matemática también ha supuesto dividir el voto españolista en perjuicio del PP y de ellos mismos.
 
…i baixent tots dos contents bo i fent-se l’amor.
De paraules gentils ells, se’n dicen a mils…
 
En Esquerra Republicana de Catalunya, de nuevo sin la “ñ” de España, no les digo más, están que se salen, como una botella de cava recién descorchada. Felices no, felicísimos están también los gosflautes de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) que, como son de izquierda antisistema y catalanista, no han dudado en incorporarse precisamente al órgano más característico del sistema que es el parlamento, donde se supone que darán recitales de ladridos y flauta dulce sobre el independentismo y la filosofía zen. Los de Iniciativa per Catalunya Verds, los comunistas del antiguo PSUC, también ríen y cantan, aunque ya les digo yo que trece es un número que trae mala suerte.
 
La Marieta encisera és una flor
que al venir la primavera dóna olor…
 
Y a la mala sort achaca Artur Más su debacle electoral, que no derrota, en la que CIU ha perdido doce escaños. Hay quien hace la lectura fácil del descalabro del proyecto soberanista olvidando que una cosa es que Más haya fracasado, lo que conviene al plançó de Puyol, y otra que el soberanismo haya decaído, lo que no ha ocurrido en modo alguno. De esta manera, asistiremos en los próximos días a la famosa escena del sofá entre Do Joan i la Senyora Inés pues, al fin y a la postre, CIU ha sido el partido que más escaños ha obtenido y sin duda podrá gobernar con una mayoría cómoda si logra cerrar un acuerdo con Esquerra Republicana y, de paso, con el resto de partidos separatistas que, en suma, son bastantes más que los españolistas.
 
Baixant de la Font del Gat
una noia, una noia,
baixant de la Font del Gat,
una noia i un soldat
 
Pregunteu-li com se diu:
Marieta, Marieta,
pregunteu-l com se diu:
Marieta de l’ull viu…
 
Y si no saben como acaba la sardana, pues yo se la canto:
 
…i la festa acabarà amb tota certesa
quan sigui portada a l’altar.
 
 
… i tots contents.




(Artículo publicado el 27 de noviembre de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)

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martes, 20 de noviembre de 2012

Hojas de otoño




(Artículo publicado el 20 de noviembre de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)


Reconozco que soy poco original cuando escribo que el otoño es la estación de la nostalgia, tal vez incluso me haya copiado a mí mismo, pues ya he escrito acerca del otoño en varias ocasiones. Les confieso que es una estación que me gusta a pesar de que en otoño la vida se retrae, los parques se llenan de hojas caídas y la luz es menos intensa, o tal vez por ello. Vuelve el otoño y con él algunas de sus tradiciones, antiguas y recientes. El Tenorio y Halloween han dado paso a un mes de noviembre extrañamente lluvioso. Tengo que remontarme mucho en la memoria para evocar tantos días seguidos de lluvia y de paraguas, para revivir esa sensación de humedad que impregna incluso las hojas de los libros.
Libros. Este año no ha habido esa feria tan otoñal del libro, nuevo o de ocasión. Tal vez se celebre más adelante pero mucho me temo que la crisis tampoco ha respetado a los libros. Que no haya feria del libro sería un error más, quien quiera que sea que lo cometa, en la desesperante política de ajustes y recortes. Una feria así es poco costosa, del mismo modo que un libro es un obsequio poco costoso que, sin embargo, encierra entre sus páginas algo de mucho valor: una historia, la sabiduría divulgada, un recuerdo, una muestra de afecto, un sueño. Desde hace algún tiempo tengo por fin un lector digital de libros, un ebook, cuya memoria almacena seis o siete mil títulos. No niego su utilidad, en ciertos viajes por ejemplo, pues me permite desplazarme sin necesidad de cargar la maleta con pesados libros, pero en la vida de cada día el ebook no ha logrado sustituir a los libros de carne y hueso, es decir, a los libros de papel, cartón y tinta.
Mientras que los seis o siete mil títulos que almacena el ebook guardan un ominoso silencio, los seis o siete mil volúmenes que rellenan cada hueco de mi biblioteca, cada rincón de mi casa, me saludan y me hablan cuando paso cerca de ellos. Alguno, que he leído varias veces, me tienta una vez más: ábreme de nuevo, me dice, léeme y recuerda, léeme y vive otra vez aquella aventura, siente la caricia de mis manos de papel biblia, el aroma de la piel vieja de mi cubierta, disfruta con el viejo grabado con el que ilustro la historia, y, luego, déjame en el estante, a la vista, para que te pueda saludar al paso y, quién sabe, para que sucumbas de nuevo a la tentación. El viejo libro pertenece a la generación casi perdida de los placeres sencillos, como el payaso.
Ha muerto Miliki, el payaso. Era más cosas, ya lo sé, pero sobre todas era payaso, tal vez el último de ellos. Ha habido y habrá payasos aficionados, los vemos cada día en la política, en la banca, en el trabajo cotidiano, en las cosas hiper serias y ultra sensatas de la vida, pero esas risas ácidas y las lágrimas amargas que nos provocan a los adultos nada tienen que ver con aquellas risas sencillas e inocentes y las lágrimas dulces que generaban en los niños los profesionales de la cara enharinada y la nariz de payaso. Observen cómo ningún niño se ríe con las gracias de los primeros, los payasos de la vida seria, y cómo ningún adulto ha dejado de sonreírse en sus adentros al recordar a Miliki. Con su muerte los adultos nos hemos hecho definitivamente adultos y los niños han perdido un cómplice para ser niños.
Tal vez sean las mayores víctimas de la crisis. Ellos no han tenido culpa de nada, no han solicitado préstamos por encima de sus posibilidades reales, no se han gastado el dinero en sueños imposibles, no han defraudado a Hacienda ni han dilapidado los recursos públicos en festivales y cabriolas políticas. Ellos no han malgastado su tiempo y no han sido ellos quienes han hipotecado su futuro. Hemos sido nosotros lo que hemos malgastado su tiempo y el nuestro, y sin embargo son los niños quienes pagan el precio más caro de la crisis y son ellos quienes lo seguirán pagando después de que nosotros nos hayamos ido. Alguien dijo una vez que “hay más de un modo de cometer infanticidios y uno de ellos es asesinar a la infancia sin asesinar al infante”, y ese alguien fue Chesterton.
Tal vez la solución de todo esto esté precisamente en los niños, de quienes el gordo y católico inglés escribió que no se cansan de lo que los rodea, de lo que es, porque siempre están dispuestos a situarse al comienzo de todo. En su libro Lo que está mal en el mundo, que ya he comentado en alguna ocasión, cuenta Chesterton una historia en la que explica a un tiempo el problema del mundo y su solución:
Hace poco algunos doctores, a quienes la ley permite dictar órdenes a sus más andrajosos conciudadanos, expidieron un decreto acerca de que debía cortarse el pelo a todas las niñas pobres. Alegaban que los padres viven amontonados de tal modo que no se puede permitir que las niñas tengan el pelo largo por temor a los piojos. Por consiguiente, los doctores propusieron abolir el pelo; nunca se les ocurrió abolir los piojos (…) Ahora bien, el objeto y propósito de estas últimas páginas es proclamar que debemos comenzar completamente de nuevo y por el otro extremo. Yo comienzo con el pelo de una niña. Todo lo demás puede ser malo, pero sé que esto cuando menos es bueno. Lo que se oponga a ello debe derrumbarse. Si el propietario y la ley están en contra del pelo de la niña, el propietario y la ley y la ciencia deben derrumbarse.
Con el pelo rojo de una chiquilla del arroyo yo incendiaré la civilización moderna…
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martes, 13 de noviembre de 2012

Martes y trece




(Artículo publicado un martes y trece, de noviembre de 2012, en el diario La Opinión de Murcia)


Dicen algunos que hoy es un día funesto, que en martes ni te cases ni te embarques y que trece fueron los comensales sentados a la Última Cena a quienes Leonardo da Vinci pintó junto a un salero volcado. Pero yo les digo que no, que no es así, que no existen los días funestos. Como hombre racional y de mi tiempo que soy, no creo en supersticiones ni en la mala o buena suerte, ni en casi nada que no haya comprobado antes personalmente.
Por eso no creo en la existencia del Japón, entre otras cosas porque no he estado nunca en él. Tengo la sospecha de que el Sushi y el Sashimi son inventos del algún cocinero gandul natural de algún sitio de por aquí cerca y que, al igual que J.K. Rowling hiciera con el universo de Harry Potter, Japón y su cultura, sus rascacielos y sus anuncios luminosos, el tren monorraíl y los jardines zen, el manga y el judo y hasta el índice Nikkei son inventos de alguien muy ingenioso, tanto que incluso me atrevo a afirmar que algunos aspectos de ese invento del Japón son realmente increíbles y desternillantes. No me explico cómo puede haber alguien que crea de verdad que las casas japonesas están hechas de papel de arroz, o que los jefes y los empleados en una empresa privada o en la Administración apenas se distingan entre sí por algo más que por su responsabilidad y no por su sueldo, su secretaria particular y su coche oficial. Además, ¿cómo pueden caber tantos millones de japoneses en unas islas tan pequeñitas? Vean el mapa si no me creen.
            Tampoco creo que Javier Bardem sea actor y mucho menos que sea un actor bueno o que Pedro Almodóvar sea director de cine, qué quieren que les diga, y ello por la sencilla razón de que jamás he visto a Almodóvar dirigir una película o a Bardem rodar una escena. Mucho me temo que esos no son más que viejos trucos publicitarios de quienes se quieren aprovechar de estas dos buenas personas. Por ejemplo, dicen de Bardem que es rico y  que vive en una mansión de cine, que está casado con Penélope Cruz y que tienen un hijo que fue traído al mundo en uno de los hospitales más caros y elitistas de mundo, además de sostenido por la comunidad judía, el Monte Sinaí de Nueva York. Nada, que no me lo creo, ya que analizado a la luz de la razón nada de ello resulta creíble. Para empezar, tengo mis dudas de que Estados Unidos exista, pues no he estado nunca en ese lugar, del mismo modo que no creo que exista Nueva York ni el hospital Monte Sinaí. Pero es que, aunque existieran esos lugares, Javier Bardem es un conocido antinorteamericano, además de militante anticapitalista y decidido defensor de la causa palestina, de manera que es imposible que sea rico y que viva en una fabulosa mansión en Madrid o que haya tenido su hijo en otro lugar que no sea el paritorio de su hospital de la seguridad social en Vallecas, en Vicálvaro, en el Pozo del Tío Raimundo o en otros lugares que sí existen. El invento, porque es un invento, está lleno de fallos. Y eso de que está casado con Penélope, a otro perro con ese hueso, pues yo no he sido testigo de boda alguna entre ambos personajes. Además, ahora que lo pienso es posible que ni Javier Bardem ni Penélope Glamour existan en realidad pues nunca he estado con ellos, ni he visto su certificado de nacimiento, ni he palpado evidencia alguna. Y de Pedro Almodóvar, qué quieren que les diga, cómo va a resultar creíble que Penélope gritara su nombre en la noche de los Oscar si Penélope no existe y, a buen seguro, Pedro Almodóvar tampoco.
            Como dice un conocido anuncio publicitario, yo no soy tonto. Nunca he visto un ornitorrinco y por tanto no creo en su existencia, de manera que cómo quieren ustedes, mis queridos lectores si es que existen, que crea en supersticiones como la del martes y trece. Tampoco creo que derramar la sal de un salero, abrir un paraguas en casa, dejar el sombrero sobre la cama, recoger del suelo unas tijeras caídas, que se cruce un gato negro en tu camino o que te levantes de la cama con el pie izquierdo sean cosas que traigan mala suerte, ni que tirar una moneda a un pozo, tocar la joroba a un jorobado, cruzar los dedos, poner una escoba al revés detrás de la puerta, llevar una pata de conejo, tirar arroz a los novios en las bodas o que te zumben los oídos la traigan buena. Ahora bien, pudiera ocurrir que a pesar de todo Nueva York exista y que Bardem sea actor de cine y Almodóvar director de celuloide. Por eso lo mejor es no tentar al destino y, del mismo modo en que jamás se me ocurrirá pasar por debajo de una escalera, tampoco veré nunca una película de Bardem o de Almodóvar.
            Por si las moscas.
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martes, 6 de noviembre de 2012

Hacia un mundo nuevo que, en realidad, es el viejo mundo




(Artículo publicado el 6 de noviembre de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)



¿Qué es el distributismo?, pregunto.
Comprendo el desasosiego de mi querido lector Malasombra cuando, dejando delicadamente en el plato su tostada con aceite y ajo restregado, haya pasado la página de este mismo periódico dispuesto a martirizarse con la lectura de mi artículo y, tras el prometedor título, se haya encontrado con esta pregunta. Luego le echará la culpa al ajo. También comprendo que no es para menos, pues todas las palabras que acaban en –ismo son altamente preocupantes. Capitalismo, fundamentalismo, socialismo, comunismo, feminismo, machismo, catolicismo, ateísmo y un largo etcétera, son conceptos que antes o después nos alteran el pulso. No, no se me escandalicen los católicos militantes por la inclusión del catolicismo en esta relación, pues el propio Jesús nos dice en el Evangelio (Mat. 10-34) que no ha venido a traer paz a la tierra, sino espada.
            Estamos sumidos en la madre de todas las crisis, una crisis que no ha empezado ahora con la quiebra del sistema capitalista, sino que empezó hace algún tiempo cuando se hizo añicos el sistema aparentemente opuesto, el socialismo. Pero ocurre que ambos sistemas no sólo no eran opuestos sino que formaban parte de una misma realidad, la concentración del poder en manos de unos pocos. Mientras el capitalismo había tendido a concentrar la propiedad y el poder económico en manos de unas pocas corporaciones manejadas a su vez por unos pocos, el socialismo hizo lo propio en manos del Estado, que era manejado por la élites de poder, es decir por otros pocos. En ambos casos fueron excluidos los mecanismos de limitación del poder, la justicia y la democracia real, y en ambos casos el individuo quedó reducido a una posición de servilismo cuando no de auténtico esclavismo. La concentración del capital, de la propiedad y del poder, sea en el sistema capitalista, sea en el socialista, tuvo siempre como consecuencia el empobrecimiento del individuo y de las familias.
Una vez que ha ocurrido todo esto, los esfuerzos del poder político ―que, no lo olvidemos, gravitan sobre la sociedad en su conjunto y sobre el individuo en particular―, han estado orientados a la recuperación del mismo escenario que había quebrado: más ayudas económicas al sistema financiero, según los unos, o más recursos destinados al estado de bienestar, según los otros. Por su parte, la reacción de la sociedad civil apenas ha quedado plasmada en una estéril y menguante llamada a la indignación: Indignez vous!
            Frente a todo ello, la vieja teoría del distributismo, formulada por G.K. Chesterton  y por Hillaire Belloc y presente en la literatura de autores católicos de principios del siglo pasado como J.R.R.Tolkien (es el sistema de La Comarca hobbit), recupera su vigencia. El distributismo no es más que un sistema, tal vez ni siquiera sea un sistema, basado en el humanismo liberal y en la doctrina de la justicia distributiva acuñada por la Iglesia Católica, y esencialmente recogido por Benedicto XVI en su encíclica Caritas in Veritate como economía alternativa. En palabras de John Médaille, profesor de Teología de la Universidad de Dallas y autor de Toward a Truly Free Market: A Distributist Perspective on the Role of Government, Taxes, Health Care, Deficits, and More, el distributismo busca construir “una sociedad de hombres y mujeres propietarios libres, conscientes de sus derechos y con los medios para defenderse contra las tendencias centralizadoras tanto del Estado como de las corporaciones”. En general, una sociedad distributiva requiere de un gobierno más pequeño, de un sector público más reducido cuyos poderes se distribuyen racionalmente entre todos los niveles de la sociedad. Una sociedad distributiva se articula en formas diversas, desde la pequeña propiedad individual hasta la comunal, pasando por la propiedad cooperativa, tal vez el ejemplo tangible más exitoso. El distributismo se asienta en dos principios: por un lado, en el de subsidiariedad, de tal suerte que las decisiones radican en el nivel organizativo más simple, en la familia, y únicamente cuando ésta se ve desbordada actúa el nivel organizativo superior; por otro, en el principio de solidaridad, que exige que las decisiones tengan siempre en cuenta a los miembros más débiles y vulnerables de la sociedad.
            Hay quien tacha de utópico al distributismo y quien lo señala como un ejercicio de buenismo o de ingenuidad, pero lo cierto es que los mayores cambios ocurridos en el mundo, los cambios que han dejado la huella más profunda, lo han hecho de manera ingenua y en algún caso, como el cristianismo, con la ingenuidad de un niño. Aferrados a Keynes y a Hayeck, harán mal los banqueros conservadores y los revolucionarios progresistas en despreciar los sistemas alternativos. Sabemos desde dónde hemos entrado al túnel, precisamente de la mano de estos dos insignes economistas, pero no sabemos ni cuándo saldremos de él ni cuál será el paisaje que vislumbremos a su término. Tal vez el mundo nuevo al que nos dirigimos no sea más que el viejo mundo de ayer.
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